domingo, 12 de febrero de 2012

Fotos hechas en el parque la Flora con el fin de realizar tomas de paisaje







Ceniciento en el siglo XXI (Crónica sobre el trabajo de un compañero de estudio)

“Y érase una vez un ceniciento que atendía a la gente”, así empezaría esto de ser un cuento de hadas, pero no lo es, o puede que sí, el final aún no está escrito. En este caso no hay brujas malvadas, animales que hablen o cosas mágicas que sucedan, solo un hombre esmerado por sobrevivir en la sociedad y cumplir sus pocos sueños, Sergio Andrés Gómez Barajas, estudiante de Química pura en la Universidad Industrial de Santander, hijo único de una familia humilde, él al igual que muchos hombres que desde los quince años empezaron a saborear el trabajo informal, conocieron ese paso de adolescencia a juventud, diferente a la del sexo femenino, a esas melancólicas quinceañeras, que salen con un vestido en forma de pera con colores extravagantes, en el sexo masculino es remplazado por un overol, las zapatillas por unos tenis deportivos “venus”, las quince rosas son cambiadas por quince horas distribuidas entre estudio y trabajo, no esperamos al príncipe azul y tampoco lo somos, es la realidad la que duramente conocemos en ese lapso de quince años en adelante.

Checho, como le dicen de cariño los compañeros de estudio y trabajo, después de seis años sigue en el glorioso trabajo informal, como mesero. En las noches en un restaurante y los fines de semana en una casa de eventos, cuando hay.

El veintisiete de enero del dos mil doce tuve la oportunidad de ir a conocer su profesión, a las seis de la mañana empecé la aventura con Checho, llegué a su casa ubicada en el barrio San Francisco, saludé a su madre que se había levantado unos minutos antes para prepararle el desayuno, él todavía en toalla y avergonzado me pidió un momento mientras se alistaba para su larga jornada de casi veinticuatro horas. Mientras esperaba el olor a panela inundaba la casa, varios diplomas adornaban el pasillo de su morada, demostrando el esfuerzo y el orgullo de su familia, yo estaba sentado en la sala, en la mecedora veía el ir y venir del joven apresurado dejando el aroma a jabón que se mezclaba con la miel artificial.

Siete de la mañana, salimos a coger el bus hacia la autopista de Piedecuesta, con dos billetes pagó su transporte y con unas pocas monedas se sentó en último puesto con la mirada perdida y quizá un poco de sueño, me comenta que está cansado, estudiando, que se aproxima la semana del tedio donde a veces el esfuerzo es mal remunerado en nota, que estudió hasta la una de la mañana tratando de recuperar el fin de semana que va a perder por trabajar y suplir otras necesidades.


Sin interrumpir su viaje y pendiente de lo que hace, veo que la vida le pasa por una ventana, que en ese momento era un híbrido entre el sin fin de personas que estaban en ese momento al otro lado del vidrio transparente y la canción que sonaba en su “mp3” de AC-DC, Back in black, llegamos a un restaurante de la autopista, timbró para la parada y su mano se estiraba con resignación mirando hacia adelante, baja lentamente y cruza con precaución la apresurada autopista, llega a un lugar llamativo y comida muy gustosa. –Checho-  le dice un compañero, -la llegada es a las ocho y ya pasaron diez minutos- con un poco de burla le da un apretón de manos, y comienzan a asear el sitio, unos escobazos por la derecha otros por la izquierda, sacar los materos y ponerles un poco de vida, -páseme un poco de H2O hágame el favor- dice Checho a su compañero Ricardo, este sábado solo habrán dos meseros, las ventas han bajado, luego trapear para secar el agua que escurre por las venas del baldosín y finalmente arreglar las mesas, -esta vez no van horizontales van a ir como una mesa de ajedrez- dice Ricardo. 


Ya eran las diez, un señor robusto salió de una pequeña oficina, saludó a los dos meseros y les exigió servicio para la mesa donde estaba, Checho le explica la situación y frunciendo las cejas da un gesto de poca aceptación, un hombre poco amigable o tal vez en una mala situación económica. Él se quedó en el cajero esperando los clientes.

Medio día y el cocinero prepara quince menús diferentes para las mesas que llegaron, a mi parecer el restaurante ofrece un buen servicio, pero el señor robusto exige más, estaba cerca de la caja y escuchaba sus reclamos innecesarios a los colegas. –Mire haber qué quieren, apuren, lo qué sea, vaya no se queden parados como estatuas- los meseros con su uniforme lívido por el ánimo van y vienen de las mesa. –El plato se demora de veinte a treinta minutos, es a la carta señora- por tercera vez aclara Checho, pero sin barriga llena no hay corazón contento y se queja con el administrador, sorpresa, es el mismo cajero. –Tranquila señora ya le sale el plato, es que el mesero no le supo explicar al chef. Ya sale. Sí, sí señora-. Ahora Checho con el plato en la mano se acerca y lo pone en la mesa, simultáneamente pide disculpas por su incompetencia, otorgada por otro.

-Ya estamos acostumbrados ¿no Mario?- Me dice sonriendo mi mejor amigo, pero ahora no vivo en carne propia el rechazo o la indulgencia de las personas, soy testigo. Por otro lado una familia sale muy contenta por el servicio y aparte del cinco por ciento que le corresponde al mesero en la factura por concepto de propina, el papá, al parecer de la familia, le extiende la mano y en la punta de los dedos lo que se llamaría magia, un truco, o un milagro en la vida de un mesero, cuarenta mil pesos de propina adicional, un momento que pasa a la historia.

Esta semana marcha bien, podrá ir a Guatiguará, una sede de la “UIS” ubicada en Piedecuesta, a recibir las clases prácticas, sin preocuparse por el dinero para el transporte, así transcurren tres horas de trabajo, empiezan a recoger y dejar todo listo para mañana, el señor robusto los llama, una jornada de ocho horas tiene su recompensa, treinta mil pesos con propinas, pero a Checho le fue mejor.

Salimos los tres a carcajadas acordándonos del incidente de la señora y el rubor natural del administrador cuando le hizo el reclamo. Ahora bus para cabecera, la jornada no termina, hay un turno en la casa de eventos hasta las dos de la mañana. Ricardo se baja en otro lugar y Checho en la zona rosa, entra a la casa de eventos y saludan amistosamente.

Son las cinco de la tarde y junto con tres meseros más -a “montar el salón”-, dice don Juan el administrador del lugar, es decir, poner cristalería, cubiertos y servilletas en las mesas, esta vez son ciento cuarenta personas a las que tienen que atender estos cuatro valientes mosqueteros de la etiqueta y el servicio.

Son las seis y van a cambiarse, los cinco en el baño de hombres, hacemos bromas y comentarios burlescos sobre todo, Checho al igual que los demás saca su habitual traje de pingüino que parece recién planchado por las manos suaves de su madre, que conserva esa calidez y ternura con la cual solo una madre podría alistar el uniforme de su hijo.

Los toques finales, el corbatín un poco ajustado, la mirada cansada y el cabello bien acomodado con gel, hasta ahora el inicio de la jornada, la segunda, para Checho. En este momento se me viene a la cabeza el término “mesero” que según el DRAE dice: “Camarero de café o restaurante” y me pregunto si servir a los demás es gratificante o si alguien mira lo difícil que es atender treinta y cinco personas por cada camarero, cuando es evento.

Pues bien, llegan las personas al sitio, son unos quince años, ya se sabía por la decoración, entran unas noventa personas y empieza el camello. Checho y los demás reciben órdenes de don Juan que es el coordinador de la fiesta, llevan cocteles de bienvenida, son las nueve y la quinceañera hace su aparición única y majestuosa con la risa que traspasa fronteras, caminando en una alfombra de nubes, con su traje lila, con una corona de plástico en la cabeza y de la mano del papá, Checho apaga las luces del salón y cuando ella está en la mitad las enciende, aplausos por todas partes, algunos silbidos de los amigos que vienen con trajes peculiares, al parecer hay una coreografía, son como veinte jóvenes entre hombres y mujeres, vestidos con pantalón y chaleco blanco, camisa morada y zapatos negros, las mujeres con vestidos blancos, muy cortos, cinturones morados o lilas y zapatillas blancas, grises y negras; enseguida suena una mezcla hecha por “dj tutto”, empieza el show.

En la mitad del baile el coreógrafo exige veinte copas para los bailarines expertos y Checho con su gentileza va y las lleva en una charola, es un malabarista, la experiencia y los nervios de acero, hace que todo salga bien, luego reparten un poco de whiskey, crema de whiskey y coctel para los jóvenes que al parecer no hay, ya que todos dicen ser mayores para recibir el néctar preciado los pudientes.

Se reparte el ponqué y algunos “niños grandes” al no recibir la bebida de los adultos comienzan a ofender a los meseros. Pero Checho y los demás continúan al ritmo de la música que no para. Once de la noche, la comida está servida,  se baja de un tercer piso, donde queda la cocina, Checho y su séquito suben vacíos y bajan con cinco platos en la charola y además uno en la mano, unas diez o quince veces, cada uno, ejercitan las piernas, hacen cardio. Tal vez sea la costumbre, o tal vez no se sepa el peso que lleva el mesero, pero es un artista, siempre sonriendo y trotando. En una hora se termina la comida, y ahora ronda de baile y trago, Checho recoge los vasos y las cosas que ya no se utilicen en las mesas y hace de su cuerpo una serpiente.

A la una de la mañana él sube a comer, después de todo queda espacio para un descanso, subimos al tercer piso, la comida al aire libre en la terraza con una temperatura ambiente, el plato ya es un helado de carne, pollo y ensalada con puré de papa de forma exótica, la salsa chantillí y de champiñones ya están coaguladas y calentadas solo por el calor humano.

El placer en su mirada de sentarse unos segundos mientras come, quitarse los zapatos para estirar los dedos de los pies si es que aún los siente, y sin embargo sale una sonrisa, pasaron las doce de la noche y el encanto continúa, -somos cenicientos- le digo con alegría, y él solo dice que todos tenemos una parte de eso, se nota casado. En diez minutos vuelve y baja cargado de samovares y platos que sobraron, el único descanso ya terminó.

Las dos de la mañana la fiesta termina, los invitados salen hablando incoherencias y agradeciendo por el servicio, la quinceañera jamás culminó su sueño y sale en busca de su príncipe, los padres agradecen por el servicio y las manos vacías para un apretón de manos.
Así Checho y los demás recogen todo en el salón y lo bajan al sótano, dos y media la paga aparece, cuarenta mil pesos, por nueve horas de trabajo, y el hechizo termina, rumbo a casa.


Llega a su hogar, todos están dormidos, se lava la cara y se pone ropa cómoda para dormir, pero no tiene sueño por el dolor y el cosquilleo que tiene en sus piernas, a las cuatro finalmente el cansancio vence al dolor. Y menos mal este domingo no trabaja en el restaurante, así que Checho aprovecha para estudiar y cumplir con su carrera universitaria en la “UIS”, con cierto aire de orgullo, esta semana tiene para las copias y los trabajos, además para ayudar a su familia y quizá dedicarle tiempo a su pequeña novia, su princesa azul, él no llegará en corcel, pero sí con un abrazo y pensando que mañana será un profesional.

MAPCH